9.7.11

LAS MUJERES Y EL GYM

¿Ha notado, amigo lector, que algunas mujeres que tienen una página en Facebook escriben en sus muros o en los comentarios que hacen a otras: "Voy al gym" o "No pude ir al gym, amiga", o bien "Nos vemos en el gym, nena"? Esto además de ser una actividad social para ellas o de ligue (si no me cree, entonces pregunte a los instructores o los strippers, da igual, porque gran número de instructores de día o tarde son encueractores de noche), es una manifestación de un apoderamiento silencioso… y signo de los tiempos, por supuesto.


En los lejanos 60, en los 70 inclusive, la mujer promedio mexicana ni siquiera consideraba la opción de ir al gym. Era la época en que el gimnasio de la colonia no existía. Si uno quería entrenar, tenía que acudir al antiquísimo y siempre atiborrado y maloliente gimnasio Greco (en la Portales), a uno de los gimnasios Metropolitanos (igualmente antiquísmos, atiborrados y malolientes), propiedad de José Castañeda Lince, ¡nuestro primer Míster Universo!; o al gimnasio de moda en el 73: el Mayas, de Héctor Pliego, míster México, míster Latinoamérica y, más tarde, Míster Universo; escondido (que no ubicado) en la calle del mismo nombre en la colonia Obrera. Aparte de éstos había muy pocos gimnasios en una ciudad de varios millones de habitantes.

En los 80 la situación cambió poco. Contadísimas mujeres estaban día a día en los gimnasios, esforzándose con el bench press con barra olímpica, torturándose con la sentadilla profunda (también con barra); o siendo el imán de la curiosidad ajena, particularmente la masculina: la de sus novios, padres, hermanos y otros hombres cercanos a ellas, y la de los ajenos: los vagos del gicnacio.

A una de estas mujeres la recuerdo: Guadalupe Lugo, la Miss México fisicoculturista de los 80. Nos conocimos en el gimnasio propiedad de Polo Orea, ex Míster México, cuando aún el Temblor del 85 no reducía a la mitad los ocho pisos del edificio ubicado en Tacuba 45 (arriba de la estación del metro Allende). Guadalupe era una flaquita, atractiva, que en cosa de ¡2 años! se puso tan musculosa y marcada que yo mismo, a su lado, me veía como el prototípico alfeñique de 44 kilos de Charles Atlas. Por supuesto, el Dianabol, el Winstrol o el Anavar hicieron maravillas en su cuerpo (y Polo Orea fue el gurú químico que la llevó al título fisicoculturista).


Años después creció el número de gimnasios en esta ciudad… y de mujeres que asistían a ellos. Ya no sólo se veía a las jóvenes, sino también a las maduras, o dicho en forma políticamente incorrecta: mujeres con la edad de mi madre (saquen cuentas: si tengo cincuenta años...).

A mediados de la década pasada, en el gimnasio de la Unidad Mallorca de la YMCA, entrenaba con las siete, ocho de las mujeres de las cuatro décadas pero con cuerpazo de la mitad de sus años (a dos de ellas las recuerdo particularmente por razones que no expondré aquí), y veía hacer su rutina a una señora vestida siempre con un payasito y peinada de chongo. Ella, la viejita del payasito, tendría más de setenta años y debió ser modelo durante su juventud porque aún conservaba una figura delgada y se veía guapa. Actualmente, en el Quality Gym, abundan las mujeres: jóvenes, maduras, flacas, gordas, altas, chaparras, musculadas, flácidas…


¿Ya lo notó amigo lector? Pues sí, los tipos maduros, o mejor dicho: los hombres viejos, como quien esto escribe, no abundan en los gimnasios. ¿Por qué? Probablemente haya dos respuestas: la primera, los gimnasios son el reino efímero de los jóvenes mamados (dicho esto sin albur); y la segunda, me parece que hay un apropiamiento femenino de los espacios viriles (dicho también sin albur): antes, en una cantina o en un gimnasio no se veía a las mujeres; después, con los cambios culturales, ya fue y es algo común. Y ya que menciono albures, hasta esta expresión dizque viril y dizque exclusivamente mexicana se la han apropiado (también sin albur) las mujeres, por ejemplo, la comediante Liliana Arriaga, “La chupitos”.

Ante este apropiamiento cabría una respuesta igual hacia los espacios de ellas (dicho inocentemente, claro). Sin embargo, no sé usted, amigo lector, pero yo no me veo aprendiendo a pegar uñas de acrílico o a develar los insondables secretos que -dicen- hay en la lectura de los signos zodiacales. Yo, le confieso, seguiré yendo al gimnasio (que no gym), y usted, ¿usted qué hará?

ÓSCAR CORTÉS TAPIA