En un verano de calores destemplados contrajo la excentricidad de sopesar el tiempo, según los torrentes de su extravío: ¡Qué bien, con el cambio de horario tenemos un rato más de bebencia!, suspiraba. ¡Viernes… una en punto… en El compadrito!, se despedía. ¡Uuff, con este bochorno un ron con mucho hielo!, recomendaba. Con mi diploma de bachiller mi primera guarapeta, evocaba. Por eso, él, que siempre fue luciérnaga de mostrador, ya de madera o de formica, bien de mármol o aluminio (¡Qué tal hermano, hace diez coronitas que no nos vemos!, jojojo); él, que temerario se había batido a duelo con tragos de cualquier graduación, bien orujo o anís, ya absenta o calvados; él, que con más pisco que sangre conoció amaneceres en las callejuelas de Arequipa, que con más mezcal que ideas vislumbró puestas de sol sobre los templos de Palenque, entendió con clarividencia que la devastación, alevosa e irreversible, le había sobrevenido a los treinta y siete, antes de una media noche de otoño, en el bar Bukowski. Y no fue por descubrir en el espejo las rugosidades en la frente, no por las canas en la sien, ni por el olvido de los calcetines en los pies, ni por los calambres en la rodilla derecha cuando descendió del banco para ir al baño; todo fue porque después de la cuarta cerveza, pese a Charly García en los altavoces, pese a la negra de top cruzado que exhalaba hacia su rostro el humo del cigarro, con la cabeza abatida entre las manos, comenzó a emitir estrepitosos ronquidos sobre la barra.
CARLOS VADILLO BUENFIL